Pero, ¿Y si te propusieran vivir la pascua de forma diferente?, ¿y si pudieras hacer de unos días una experiencia inolvidable? ¿Estarías dispuesto a abrir tu corazón fuera cual fuera la condición?
Bien, pues mi
respuesta a estas preguntas unas semanas antes de preparar las maletas era un
sí rotundo.
Pero todas estas preguntas me volvieron a asaltar la noche anterior al viaje, cuando haciendo bromas sobre lo mucho que utilizaríamos la cabeza esos días para pensar, alguien dijo: “no se trata de pensar con la cabeza, se trata de sentir con el corazón”. Fue en ese momento cuando empezó la pascua.
La llegada a un sitio nuevo, con gente nueva y las ganas de
conocer, vivir y descubrir hacían que todo estuviera lleno de incógnitas pero
también de oportunidades para sorprenderse.
La pascua estuvo llena de momentos especiales, dinámicas,
pelis, chistes, actividades, oraciones, salidas… Todo tenía un poquito de esa
esencia de Jesús.
Sin embargo, hubo algunos momentos que fueron especiales y
que no podría describir con exactitud.
Uno de ellos fue acompañar a Jesús en su
calvario y sentir que él también me acompaña cada día. Y otro fue descubrir que
Dios me da su mano, me rompe las murallas y me guía hacia el paisaje más bonito
(aunque tenga los ojos cerrados y tenga muchos miedos).
Después de tantos momentos que no me dejaron indiferente,
la fiesta estuvo servida. Hubo tiempo para celebrar el momento que vivíamos,
para cantar, para compartir, y para pasarlo bien. Incluso el viaje de vuelta
fue una pasada.
La verdad es que tengo muchos recuerdos de esta pascua,
pude llevarme de vuelta buenas amistades y grandes sorpresas. Pero sin duda, la
mejor de las amistades fue la que pude fortalecer con Jesús y la mayor de las
sorpresas fue encontrarme conmigo misma de la forma más sencilla.